viernes, 31 de octubre de 2008

La verdadera noche de brujas no tiene calabazas




En Latinoamérica, Halloween tiene connotaciones diferentes a las que adquiere en el norte anglosajón: el 31 de octubre es Noche de Brujas, es decir, una fiesta de adultos, llena de magia y misticismo, en la que se bebe champagne, se arrojan runas, se lee el I Ching, se tira el Tarot y se saluda efusivamente a fantasmas, calaveras, gatos negros y mujeres montadas en escobas.
La única excepción la constituyen los colegios de habla inglesa, donde la orden del día es calar calabazas, disfrazar a los chicos y vaciar los quioscos.
Sin duda, su origen -la noche de Samhain o año nuevo celta- tiene más ligazón con la fórmula latina; lo de la calabaza iluminada es un aditamento tardío, surgido de la leyenda irlandesa “Jack-o-lantern”, sobre el alma en pena de un pobre tipo, al que nadie quería, y al que una vez muerto Dios y el Diablo le prohibieron la entrada al Cielo y al Infierno.
Por eso, Jack trajinaba con una linterna (un repollo hueco con un carbón ardiente) buscando una hendija para colarse en alguno de esos reinos. Cuando en 1840 la inmigración irlandesa trasladó Halloween a los Estados Unidos, la calabaza reemplazó al repollo por una pragmática razón: era más fácil de ahuecar.
Hace tres mil años, los celtas, que por entonces ocupaban Francia, no habían visto nunca una calabaza, lo que no les impedía celebrar su año nuevo la noche del 31 de diciembre.
Prendían grandes fogatas y servían ofrendas, colgaban muérdago en las puertas para ahuyentar a los espíritus malignos y se pintaban la cara para provocarles temor, lo que más tarde derivó en disfraces.
Los celtas creían que en Samhain se abría la ventana que separaba a los muertos de los vivos, y que aquellos despertaban y se aparecían en los hogares a demandar un lugar.
Increíblemente, esta leyenda derrapó en la consabida adaptación hollywoodense del “trick or treat”, con que los chicos norteamericanos amenazan a sus vecinos cada 31 de octubre: o les dan golosinas, o les ensucian los ventanales con tiza y jabón.
Pero antes que los norteamericanos, los romanos -que corrieron a los celtas de la Europa continental y los arrinconaron en Irlanda- ya habían “contagiado” el Samhain con su Fiesta de Pomona, la diosa de los frutos, a la que veneraban entre octubre y noviembre, en agradecimiento por la buena vendimia.
Luego, con la consolidación del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, la Iglesia católica buscó adaptar ambas fiestas a su calendario y darles un sentido diferente.

miércoles, 8 de octubre de 2008


De acuerdo con lo que nos cuenta el historiador romano Suetonio, las tropas de Julio César qué estaban acampadas junto al río Rubicón a la espera de que Julio César tomase una decisión. De hecho, al desobedecer la orden, de no cruzar el río, dada por Pompeyo, Julio César estaba ya en estado de rebelión ante el Senado, motivo por el cual un conflicto armado era solo cuestión de tiempo, pero aunque sus tropas le eran fieles, pedirles cruzar junto con él el río Rubicón para marchar sobre Roma exponía a todos a un castigo severo como castigo por romper la vieja ley romana. Era necesario un aliciente para mover a las tropas a la acción pese a las consecuencias previsibles en caso de una derrota. Y ello ocurrió con un evento aparentemente sobrenatural (muy posiblemente arreglado de antemano por el astuto Julio César).

Según lo cuenta Suetonio, se apareció ante las tropas un hombre de gran belleza física tocando una flauta de caña, al cual se le acercaron todos a verlo. Después de quitarle la trompeta a uno de los trompeteros, el desconocido dió un salto hasta una piedra que había en el centro del río sentándose en ella, tocando una marcha militar. Prácticamente todo el ejército acudió a ver lo que se consideraba un prodigio sobrenatural. El hombre dió nuevamente otro salto hacia la otra orilla del Rubicón sin dejar de tocar, animando con gestos a los soldados a que lo siguieran. Julio César aprovechó el evento para decirle a sus soldados que todo lo que habían visto era algo sobrenatural, e interpretando a conveniencia suya el supuesto prodigio, gritó con fuerza:


Esto no es más que la indicación de los dioses de que vayamos a vengar las afrentas que nos están haciendo Pompeyo y el Senado. Los dioses quieren que nos dirijamos a Roma y venzamos al enemigo. ¡Vayamos, pues! La suerte está echada.


Esto último lo pronunció con la famosa frase alea iacta est.